El hombre era tan alto y tan flaco que parecía siempre de perfil, tenía el cabello entrecano y pobladas cejas que le ocultaban parte de una frente superpuesta y colmada de arrugas. Sostenía una vieja estilográfica dorada entre unas manos nudosas y curtidas por el sol, o simplemente, reflejo de la senectud de aquel hombre. Alzó la cabeza hacia su ventana, la única que le regalaba algo de luz a la diminuta habitación. Sus pupilas, reflejaron con exactitud la agradable estampa que ofrecía aquella vieja calle de Nueva York, de cuyo nombre nadie se había acordado lo suficiente como para incluirla en su recorrido turístico. Tal vez por eso estuviera siempre en calma, o tal vez por eso, las risas de los chiquillos jugando en la acera hasta que la oscuridad, con su manto de estrellas les obligaba a regresar a sus casas, siempre estaban presentes en esa atmósfera. Tal vez por eso, era el lugar perfecto para un escritor.
El hombre dejó escapar un suspiro casi sin querer, aparcó la estilográfica en un rincón de la mesa de trabajo y se incorporó. Como una sombra, su figura se apostó junto a la estantería que estaba situada a la vera de la ventana. Era tan alta que los libros de la última leja, volúmenes desgastados, bautizados con el nombre de “tomos de enciclopedia”, le hacían cosquillas al techo con sus tapas de cuero y sus hojas amarillentas y empolvadas.
Dejó caer su mano derecha en el lomo del primer libro de la leja central, lo acarició con dulzura y dejó que sus huellas dactilares quedasen impresas en el cartón de la encuadernación. Hizo lo mismo con los con los cinco ejemplares siguientes y se detuvo en el séptimo, lo miró con los ojos cargados de incredulidad y emoción, como si alguien, ajeno al lugar, lo hubiera puesto en un espacio que no le correspondía. Lo cogió y lo abrió por una página al azar, acercó su rostro a las letras y aspiró profundamente el dulce aroma del papel y la tinta. Los recuerdos le aturdieron y cobraron vida propia en su mente.
“Era un niño bajito y delgado, se diría que algo enclenque, una roca sostenía su espalda y había asentado su trasero en el césped cubierto aún del rocío del alba. A modo de atril, sus rodillas sostenían un libro. Llegó a sus oídos el tañido de la campana de su iglesia, que precedía a la finalización de la eucaristía. Pronto llegaría su madre, preocupada por su momentánea desaparición, le cogería de la mano y le acompañaría a casa con la dulzura infinita que la caracterizaba. Pero su madre no se presentó. El niño estaba repleto de impaciencia y asumió ir por su cuenta. Cerró el libro con un golpe seco que hizo que su flequillo jugueteara en el aire por un único instante. Recorrió con precaución el abrupto camino que separaba su casa de su escondite y llegó al pueblo en cuestión de minutos.
Esperó encontrarse a su padre sentado en el porche fumando una pipa de barro a la espera de que la comida estuviera lista para ser devorada. Pero esa imagen había sido sustituida por un corro de vecinos que se agrupaban en torno a algo que el pequeño no pudo adivinar.
Se abrió paso a empujones y codazos, le pareció ver a su madre como centro del corro. Tenía el rostro anegado en lágrimas y estaba totalmente pálida y ojerosa, temblaba tanto que apenas se sostenía en pie. El niño corrió a abrazar a su madre, la mujer la envolvió en sus brazos con ternura. El pequeño apenas fue capaz de formular una frase coherente en medio del llanto y la tristeza, se temía lo peor.
-¿Dónde está papá?
Su madre lo miró con compasión y lo abrazó con más fuerza
-No pasa nada hijo, ahora está bien.
El relinchar de un caballo atrajo su mirada como un imán atrae a una frágil hebra de metal.
En su retina quedaría grabada pata siempre la imagen del cuerpo de su padre, frío y pálido como la roca, estaba siendo empujado por dos hombres robustos y de mirada perdida al interior de un carromato negro tirado por dos caballos color betún”.
La mente del hombre volvió a centrarse en la habitación, una lágrima vigorosa nació de entre sus párpados y recorrió su mejilla, murió salpicando en el papel en apenas una fracción de segundo.
Cerró el libro que tenía entre sus manos y lo volvió a colocar en aquel lugar que no le pertenecía, pero que alguien le había regalado por alguna extraña razón.
Sea como fuere, el hombre, al verse a sí mismo reconvertido en el tímido chiquillo que antaño era, decidió que la mejor historia sería aquella que él mismo vivió en persona. Tal vez ese libro jamás se publicaría, tal vez nadie gastaría su tiempo en leerlo, pero, a pesar de todo, el hombre y la estilográfica avanzaron por el papel como uno solo.
Pues esta era la historia escrita por Julia, hermana de María, para participar en un concurso organizado por Coca-cola. A mí me ha encantado.
¿¿¿He comentado algo de que Julia no tiene ni 14 años??? (por poco tiempo eso sí...jeje).
Pues eso, cuando dentro de unos años ganes el Nobel de literatura, ¡¡¡¡acuérdate de mí !!!!
jajajaa pavoncioo!!!!!
ResponderEliminarsi no hay mas remedio me acordare de ti....:P
Jejeje, además Edgar Allan Poe vivió en El Bronx.
ResponderEliminarDesde luego, releyendo la historia ¡podría encajar con el lugar donde tiene la casa!
Me alegro de que tengas la foto como fondo! En alguna entrada subiré la foto de la casa de Poe que creo que no la he subido todavía... jeje
Acojonante, impresionante, y epsectacular.
ResponderEliminarHacia tiempo q no leia algo con una carga emocional de esta magnitud, y con solo esa edad..
Sin palabras, cuidarla y mucho, xxq vaya promesa en ciernes